lunes, 9 de mayo de 2022

 RELATO: ENTRE CABALLEROS

Todos tenemos unos pocos elegidos, unos “preferidos”, unos contadísimos compañeros del alma que caminan a nuestro lado y que siempre están ahí, para lo bueno y, sobre todo, para lo malo. Son esos nuestros inseparables amigos, casi hermanos, que lo saben todo sobre tu vida.

Son los que conocen tus más profundos secretos, tus buenas acciones -anónimas para todos los demás- y tus pecados imperdonables. Los que saben incluso de tus más lujuriosas fantasías y de tus más macabros deseos. Mudos testigos, en fin, de esa parte tuya oscura y tenebrosa, altamente condenable, que todos tenemos. De hecho, su conocimiento sobre tu pasado es tal que si quisieran podrían enterrarte y arruinar tu vida contando tan solo la décima parte de lo que saben de ti.

Pero a veces ocurre que un inesperado encontronazo o un siniestro malentendido quiebra una vieja amistad. E incluso, a veces, ocurre que tal infortunio la lleva más allá de la mera indiferencia u olvido, tornándola en puro rencor. Pero, cosas del alma humana, lo cierto es que, en esos casos, a pesar de saberte repudiado y odiado por quien un día fuera tu mejor amigo, te sientes a salvo. Sabes que existe un acuerdo tácito -ya no solo entre caballeros sino entre viejos compañeros de vida- por el que nunca se revelará lo que no debe ser revelado y, de alguna inexplicable manera, late en tu corazón la certeza de que esa persona que ahora te desprecia mantendrá a salvo tus secretos y guardará tus miserias bajo llave, llevándoselas con él a la tumba.

Esta mañana he roto con M, un viejo gran amigo. No importa porqué. Y les aseguro que M lo sabe todo sobre mi, mucho, muchísimo, lo suficiente como para hundirme diecisiete veces. Pero no me preocupa porque sé que hará honor a nuestra perdida amistad, porque sé que mantendrá ese acuerdo tácito de caballeros del que les hablaba… y porque acabo de enterrarlo en mi jardín.



martes, 29 de mayo de 2018

RELATO: EL THOYAKÍ (dedicada Al CAAM y a su público)


Todo comenzó en una conocida sala de exposiciones de pintura contemporánea. El CAAM. Fue allí donde el arte, ese halo espiritual que nos persigue desde que el hombre es hombre, cambió su rumbo para siempre. Sé que resulta difícil creerlo, pero no exagero si les digo que fue tal la conmoción que sacudió en aquellos días los cimientos del mundo artístico, que todo lo creado e imaginado antes de aquel suceso pasó de golpe a ser antiguo, obsoleto y prehistórico. Tosco, infantil y, cuando menos, mediocre. Las más grandes obras de los más grandes creadores se tornaron de repente insulsas, faltas de chispa, y vacías de alma y de humanidad.


El asunto no fue baladí. De hecho, imaginen cual fue el impacto que la RAE y todas las Reales academias del mundo tuvieron que revisar de urgencia las definiciones de las palabras “arte”, “artista”, “obra”, “exposición” y de cuantos vocablos tuvieran que ver con la expresión espiritual humana.

Lo que ocurrió pudo parecer simple al principio, pero no lo fue. Sucedió que en esa galería de arte un hombre, no importa quién, se detuvo a contemplar un cuadro, tampoco importa cuál. Y sucedió que, por un momento, aquel hombre quedó totalmente inmóvil mirando el cuadro, primero durante varias horas, y luego durante varios días. Al principio, tan solo unos pocos turistas repararon en la extrema quietud de aquel hombre, pero la originalidad de la escena y la fuerza del conjunto hombre/cuadro fueron atrayendo a más y más curiosos, hasta que una pequeña multitud se aglomeró, no ya mirando al cuadro, sino admirando al nuevo objeto conceptual formado por el lienzo y el hombre que lo contemplaba.

La Dirección del CAAM, no ajena a lo ocurrido, quiso aprovechar el tirón de público y en las semanas siguientes contrató a varios figurantes para que se turnaran en la posición de “hombre inmóvil que mira”. Y la respuesta fue impensable. La galería batió todos los registros de asistencia, las colas dieron varias vueltas al recinto y, lo nunca visto, las reservas ya obligaban a meses de espera. Por supuesto, no hay ni que decir que la recaudación en taquilla saneó la precaria situación económica del centro para muchos años.

Hoy en día, en el CAAM, se puede visitar el afamado conjunto titulado “Hombre que contempla un cuadro”, considerada la primera obra del “THOYAKÍ”, corriente así bautizada por la procedencia japonesa de aquel primer hombre que se paró a contemplar el cuadro.

Como dije al principio, esto fue el comienzo de todo. Porque en cierto momento, más adelante, coincidió que un grupo de personas quedó mirando fijamente al conjunto conceptual “Hombre que contempla un cuadro”. Y ese grupo de personas, junto con el hombre y el cuadro, formaban a su vez una figura de tal fuerza expresiva que incluso los creadores más transgresores hubieron de rendirse a la evidencia de que ese era el nuevo camino, la nueva forma, el arte definitivo.

Desde que la galería expuso su “Gente que mira a un hombre que contempla un cuadro” el nuevo modelo se hizo imparable. Lo aunaba todo, lo implicaba todo y lo asociaba todo: pintura, expresión, fuerza, participación, colectividad, espontaneidad…

Los museos de todo el mundo tuvieron que contratar a más figurantes y habilitar salas y espacios, pues ninguna galería con un mínimo de nombre podía mantenerse al margen de la pujante corriente del “THOYAKÍ”. Había que estar en la onda artística y, por supuesto, aprovechar la imparable venta de entradas.

En esos primeros años del “THOYAKÍ” se realizaron auténticas obras maestras, como  la “Mujer que da el pecho a su hijo mirando al hombre que contempla un cuadro” del ArtSpace de Amberes o los “Niños que juegan sin mirar siquiera al hombre que contempla un cuadro” de la Nisky Gallery de Moscú, o el “Ladrón que roba la cartera al hombre que contempla un cuadro del BittMuseum de NuevaYork.

Como digo, ninguna sala puede estar, ni está ya, ajena al “THOYAKÍ”. Por ello, es mi obligación comunicarles que Ustedes no están hoy aquí para ver estas magníficas obras, ni para escuchar mis relatos, ni siquiera para disfrutar de la música. Hoy están aquí porque, en este mismo momento, forman parte de la nueva obra del CAAM titulada “Gente sentada que escucha –y aguanta- un relato sobre un famoso cuadro, que se expone, obviamente, aquí y ahora, en esta misma sala. Así que les ruego, por favor, que no se muevan durante unos minutos, que ni miren a su alrededor. Les voy a pedir que se concentren, que cierren los ojos por un instante y que se sientan parte de un todo, parte de una obra maestra. Que se sientan ARTE en sí mismos. Y, sobre todo, les voy a pedir que no miren a los ventanales que están a su derecha, porque no lo son. En realidad son unos cristales especiales por los que otro grupo de personas les observa atentamente para crear, en este mismo instante, el conjunto “Gente que, a través la ventana, mira a otros que, sentados, escuchan – y aguantan- un relato sobre un famoso cuadro”.

Si se quedan un rato, mañana reventamos la taquilla.

Antonio Arias-

lunes, 28 de mayo de 2018

RELATO: YÁBADA. (A la obra "YABADABADÚ" de Pipo Hernández)

YÁBADA nunca nació y, por tanto, nunca morirá. Él, o ella, o lo que sea que es no vive en nuestra concepción del tiempo, incluso siquiera en la de nuestro mismo espacio. Simplemente existe, ES. Desde siempre y para siempre. Pero a pesar de ser un algo atemporal, adimensional e intangible, YÁBADA es para nosotros  totalmente reconocible. De hecho, aún sin haberlo visto nunca, no le hemos puesto un único nombre, sino muchos. 

Es la musa, es la poesía, la inspiración, la alegría. Es la gracia, la ironía, el sentido. Es lo bello, es lo bueno y lo hermoso. Es la locura, es la diferencia.

Por eso a YÁBADA sólo pueden verlo aquellos que se atreven a mirar por encima de las más altas nubes, o a adentrarse en lo más profundo de la más densa niebla, o a perderse en el centro de la más espesa bruma. Porque allí habita YÁBADA, en todos esos lugares en los que no podemos ver con los ojos, sino con la intuición.

Pero siendo yo consciente de esa irrealidad de YÁBADA, mi condición de animal racional me exige una explicación, alguna prueba, algo tangible que me obligue a creer que existe y que está, ya que su existencia no se acomoda a mis normas terrenales ni a la certeza de mis sentidos. Por eso mi cabeza se empeña buscarle una génesis, un principio y un porqué. Entonces me convenzo a mí mismo de que un ser como YÁBADA solo puede haber surgido de las manos de un artista. Quizá se formó a partir de una esquirla arrancada por el cincel de un escultor; o se escapó como nota perdida de un pentagrama, o surgió espontáneo de las pinceladas de algún pintor loco. Quizá, en su principio, fuera tan solo una minúscula mancha de tinta, derramada del tintero de un escritor.

De entre las mil apariencias que puede tomar, la preferida de YÁBADA es la de espiral. Sin principio ni fin. Con esa figura singular YÁBADA puede retorcerse y mezclarse, puede girar sobre sí mismo y puede coquetear con el viento. Además, esa apariencia de onda inacabable le permite disfrazarse de serpentina, de cinta de fiesta, y así colarse en todos los saraos. Nunca se conoció un espíritu más vividor que el viejo YÁBADA. De esa guisa arremolinada le gusta atravesar las nubes y sobrevolar valles y ríos, mojarse con la lluvia y sentir el cosquilleo de los árboles en su panza. Y, sobre todo, ver de cerca a los hombres, sin ser visto.

Porque YÁBADA, a pesar de su eternidad, tiene alma de niño. Y juega. Disfruta cometiendo su travesura favorita, la de acercarse a un ser humano sigilosamente por detrás y tocarle en el hombro el mismo momento de nacer, para desaparecer luego rápidamente. Y es así como YÁBADA otorga un privilegio, o un talento, o una magia. O un don. Ya sea un don de genio -como el de Picasso o el de Cervantes o el de Da Vinci-, o un don de vida o un don de amor.

El primero de nuestros relatos es el de una de esas pocas personas tocadas por YÁBADA al nacer. Su nombre es María. Y esta es la historia de su don.

María nació, sin duda, con un don especial y único y sus padres, no queriendo tirar por la borda tal regalo del destino, hicieron que dedicara los primeros años de su niñez a desarrollar los extraños poderes que le habían sido concedidos.
La ayudaron, por ejemplo, a perfeccionar ese valiosísimo sexto sentido que le permitía conocer, con una simple mirada, el estado anímico de cualquier persona, adivinando al instante si estaba triste o alegre, eufórica o deprimida, o si ansiaba compañía o buscaba soledad. También la animaron a ahondar en su increíble sentido espiritual, ese que le hacía sentir la presencia de los que ella llamaba sus “amigos sin cuerpo”, con los que pasaba horas charlando sobre asuntos de una dimensión paralela. Dones los de María solo presentes, tal y como había consultado su padre, en unos pocos elegidos.
Pero el don más envidiable que YÁBADA otorgó a María fue, sin duda, el de saber regalar, alegre y generosamente, algo a lo que nadie más estaba dispuesto a renunciar, ni siquiera un poquito. María, sin necesidad de pedírselo, te daba su tiempo, el bien más preciado y escaso de todo ser humano. Y, con él, te ofrecía su paciencia infinita.
María era capaz de sentarse a tu lado días y días hasta estar segura de que se pasara tu tristeza, aún sin entender del todo los porqués, los cómos y los cuándos. No había duda, YÁBADA, aquel espíritu loco y juguetón, había tocado a María, y le había regalado el más precioso don. ¡Vaya! ¿Leí don?  Perdonen, creo que me dejé atrás una letra…no es DON, es DOWN. Bueno… don, down… ¿dónde está la diferencia?

También encontré la mano de YÁBADA en los personajes de otra historia. J y P,  a quienes otorgó el don del amor sin miedo, con mayúsculas, valiente y verdadero. YÁBADA les dio el privilegio de saber quererse pese a todo,  y de ser inmunes a toda la imbecilidad intrascendente.
Esta es su historia.

Fue una tarde de Domingo cualquiera, después de muchos años, cuando J preguntó a P por su edad. La pregunta llegó sencilla, escueta, sin ánimo de nada, casi sin ambición de saber. Y créanme que no sabría decirles si se oyó alguna respuesta o, si la hubo, cual fue, pues el descanso de la película que veían juntos llegó a su fin y el tema quedó aparcado en el olvido, seguramente por intrascendente.
Varios años más tarde, en otra tarde de domingo, fue P el que reparó casi sin darse cuenta, mientras tendía la ropa en la terraza, en que ambos tenían distinto color de piel. Muy distinto. Como la noche y el día. Sonriendo se encogió de hombros para sí y siguió con su colada, y luego con la plancha y finalmente con la lista de la compra, asunto mucho más vital que acabó por arrastrar lejos de su memoria aquel fugaz dilema de los colores.
Ya en la vejez  J y P porfiaban, como cualquier pareja que llega junta a la senilidad, sobre los temas más absurdos e irrelevantes, y a menudo discutían sobre sus sexos, pues era cierto que en los años de plenitud nunca se habían preocupado en saber si uno era hombre y el otro mujer, o viceversa, o si los dos eran lo mismo. Lo cierto es que, al igual que con la edad y el color, aquella vida llena de dicha y felicidad había transcurrido tan rápido, se les había hecho tan corta, que ni J ni P sintieron nunca la necesidad de preguntárselo. Seguramente por intrascendente.

En fin, para terminar les contaré que a pesar de todo, a pesar de toda la magia que desprende,  YÁBADA no es perfecto. Tiene una debilidad. Es presumido, y mucho. Tanto, que un día pidió a un hombre que lo retratara para la posteridad.


Y así fue como YÁBADA, por primera y única vez, fue retratado por un mortal. En su retrato, como pueden comprobar,  aparece contento, feliz, girando sobre sí mismo, coqueteando con el viento y vagando sin rumbo sobre un mar de nubes. Y tan real es esa imagen, que YÁBADA incluso parecía susurrar la palabra mágica que un día nos legó y que, al igual que María y J y P, lanzan siempre al viento todos los locos felices del mundo: ¡YABADA…BADÚ! 

viernes, 25 de mayo de 2018

RELATO:EL BOSQUE ENJAULADO (a la obra de A.del Castillo)


Tarde o temprano tenía que suceder. Y sucedió. El último bosque fue encarcelado. Así como lo oyen: El último bosque de la Tierra fue encarcelado. Como todos sus verdes y arbóreos hermanos antes que él, fue acusado de gravísimos delitos, de horribles agresiones y de terribles crímenes contra la humanidad. Se le acusó de interponerse constantemente en todo plan de futuro; de plantear continuas objeciones a los avances tecnológicos; de ocupar, sin permiso alguno, enormes espacios claramente destinados al progreso. Se le acusó, en fin, de estar ahí, de molestar, de existir. 


El juicio contra el último bosque fue sumarísimo, como sucediera también en otras causas contra los ríos o el viento. Una mera pantomima, una farsa, un teatrillo con una puesta en escena tan patética e inocente que hasta un niño hubiera descubierto el montaje.

Los poderes efectivos quisieron aprovechar la coyuntura y movieron cielo y tierra para terminar de una vez por todas con aquel maldito problema del bosque. Presentaron pruebas falsas, pagaron a testigos para que cometieran perjurio y compraron a jueces y fiscales.  Pero a pesar de tanto esfuerzo, gracias a Dios, la pena de muerte quedó en suspenso y al último bosque se le permitió conservar la vida. No por un acto de piedad o por el mero sentido de la decencia, no. La pena de muerte fue conmutada a cadena perpetua tan solo porque se consideró mediáticamente inoportuna. ¡Ejecutar al último bosque! No era el momento. Además, perdonarle la vida a pesar de sus crímenes se vería como un acto magnánimo y generoso. Un gesto de gran impacto de cara a los votantes.

Dando curso a la inapelable sentencia, el último bosque fue confinado en varios centros penitenciarios en los que, falto de luz y de aire, fue encogiéndose poco a poco, perdiendo su frondosidad y sus olores. Conforme menguaba, los riachuelos que lo cruzaban se fueron secando. Sus senderos y escondites fueron desapareciendo, y sus secretos y oscuros rincones fueron olvidados por las parejas de enamorados. El sol tuvo que renunciar a amanecer por entre las ramas de sus árboles y la neblina de la mañana, falta ya de musgo húmedo con el que enredar, tuvo que partir en búsqueda de otros compañeros de juego. Cuando su aterciopelado color verde se tornó en un amarillento uniforme y áspero, el último bosque se dio cuenta de que ya sólo era madera. Apenas si le quedaban algunas raíces y su tamaño había quedado reducido al de unas pocas celdas contiguas. Pero seguía vivo.

Luchando contra la soledad, el último bosque dedicaba su triste existencia a soñar, a recordar con nostalgia aquellos tiempos en los que el hombre aún no había llegado y en los que convivía en paz con otros seres, en respeto mutuo y en armonía.

No obstante, en aquellos primeros años de cautiverio, en los que aún quedaban algunos hombres con visión, se registraron varios intentos de fuga. Intentos que siempre fracasaron por estar siempre urdidos con más utopía y nostalgia que con un mínimo de sentido común.

Unas cuantas generaciones pasaron y aquel incómodo asunto del último bosque cayó en el olvido. La cárcel que lo guardaba, dejada a su suerte, acabó por convertirse en una ruina del pasado y el último bosque se marchitó allí un poco más en el abandono. En los colegios, a los niños ya se les hablaba de los árboles como seres desaparecidos, extintos, y en los murales y dibujos que colgaban en las paredes de las aulas se les ubicaba junto a los mamuts y los dinosaurios. Y la palabra bosque, de no usarla, perdió su significado.

Tuvieron que pasar cien generaciones más. O mil, no recuerdo. Y fue entonces, cuando el último bosque había menguado ya tanto que de él solo quedaban unos pocos troncos, cuando apareció una posibilidad real. Unos niños, jugando en la vieja cárcel abandonada, encontraron unos pocos troncos con los que jugar, y una vez se cansaron de ellos los arrojaron allá donde quedaran, como hacen todos los niños.  

Y el último bosque quedó así tumbado a la luz del día, recibiendo calor, respirando aire, sintiendo el viento y el contacto fresco y húmedo de la tierra. El último bosque, o más bien lo poco que quedaba de él, era de nuevo, por fin, libre. Aquel momento, el de su mayor felicidad, fue también el único en el que envidió a los seres humanos, porque ellos sí podían expresar sus emociones, porque ellos sí podían derramar lágrimas de alegría. Ahora debía apresurarse y encontrar un escondite, un sitio seguro en el que pasar desapercibido hasta que llegara su momento. No sería fácil. Necesitaba un lugar en el que su presencia, su inesperada existencia, no llamara la atención y en el que pudiera reposar pacientemente hasta que llegaran tiempos mejores. Y lo encontró.

Desde su pedestal en un conocido centro de arte, disfrazado de obra singular, nuestro último bosque nos observa con condescendencia. Nadie sabe que en su centro guarda una semilla, pequeña e insignificante, pero con vida y fuerza suficiente para empezar de nuevo. Una semilla que es una esperanza, quizá la última, con la que colorear y devolver su maravilloso manto verde a este viejo planeta, cada vez más gris.

Allí, visitado y fotografiado por visitantes y curiosos, aguarda tranquilo y paciente. Para él, todo este episodio no ha durado más de lo que dura un suspiro en una mañana lluviosa, pues su calendario no se deshoja en días, ni en meses, ni en años, sino en eras y milenios. Ahora nuestro último bosque espera escondido, enjaulado, pero libre. Sin prisas y seguro de su victoria. Porque él sabe que el tiempo está de su lado. Nunca del nuestro.

viernes, 28 de julio de 2017

RELATO:UNA BAGATELA


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A veces pienso que algún día se me pasará factura, que nada de esto va a ser gratis, que no puede serlo. Que, de una forma u otra, la vida acabará pidiéndome algo a cambio.
Y será justo que lo haga, porque cada vez que miro a mi alrededor y más allá, se me hace difícil entender tanta suerte.
Por eso ya hace mucho tiempo que no pido nada, que no levanto la mano, que me limito a dar gracias sonriendo y a no quejarme por gilipolladas, a intentar, al menos, no ser un lastre para nadie si no puedo ser una ayuda.

Vivo agazapado, tratando de pasar desapercibido, procurando no moverme más de lo justo y necesario para no llamar la atención. Vivo quieto, muy quieto…no sea que la diosa fortuna me vea y decida que ya está bien.
Aún así, si mañana mismo la suerte me retirara la mirada y viniera a exigirme cuentas, pagaré lo que sea, lo que se me pida. Y sin regatear precios ni cuestionar plazos.
Será una bagatela. A estas alturas, siempre habré salido ganando.

viernes, 2 de diciembre de 2016

RELATO: LA FRASE

El “PRIMER CONCURSO DE FRASES CÉLEBRES” atrajo a las mentes más ilustres y privilegiadas de la historia. Salvo los pocos que se excusaron por obligaciones ineludibles, la práctica totalidad de los sabios que la humanidad ha conocido viajaron a través del tiempo y del espacio para defender sus pensamientos y  conocer de tú a tú a sus admirados colegas. Era una gran oportunidad, una ocasión única y nadie quería perdérsela. Hasta allí llegaron los mismísimos Aristóteles y Sócrates,  acompañados de Epicuro y Séneca. De lejos vinieron también Lao Tse, Confucio y Ghandi, y por supuesto no faltaron las mentes más prodigiosas del renacer humanista, que hicieron su entrada en el hotel con Descartes y Galileo a la cabeza. Tampoco dejaron de asistir otros genios más contemporáneos como Ortega y Gasset, Lincoln, Darwin, Einstein o Chaplin, enfrascados todos ellos desde el inicio en una diatriba de altísimo nivel sobre la dignidad y el porqué del hombre. Fueron tantos los próceres y las eminencias que acudieron que sería  imposible nombrarlos a todos, y menos aún en un relato corto como éste. Espero que sepan disculparme.

Una vez se inició el concurso cada uno defendió su frase con sabiduría, haciendo hincapié en lo que había significado su mensaje para la humanidad y en la incustionable influencia que habían tenido unas pocas palabras en la posteridad. Como no podía ser de otra manera, y por ser quienes eran, todos hablaron con profundo respeto hacia los demás, de manera que el encuentro, más que una competición, parecía una tertulia entre amigos, plena de conocimiento, genialidad e ingenio.  

 “Pienso, luego existo”,  “Conócete a ti mismo”, “El hombre es la medida de todas las cosas”, “Solo sé que no sé nada”, “Dios no juega a los dados”, “Una acción vale más que mil palabras”,“El saber no ocupa lugar”, “El hombre es un lobo para el hombre”,  y otras mil frases célebres de mil tiempos y lugares fueron debatidas y analizadas por las mentes más prodigiosas de la historia. Todas y cada una de ellas eran frases enormes, vigentes, humanas, llenas de fuerza y esperanza. Todas verdaderas. Desde luego, cualquiera de ellas hubiera sido una dignísima ganadora, cualquiera.

La durísima selección – ya se pueden imaginar- debía dejar únicamente tres frases para la gran final. Las dos primeras elegidas, entre las antes comentadas, fueron recibidas sin sorpresa, aplaudidas y vitoreadas incluso por otros ilustres favoritos, que reconocían la lucidez de sus contrincantes y el carácter universal de las frases seleccionadas. Pero quedaba por elegir una tercera.

La última de las frases clasificadas para la final resultó ser una incógnita para todos. Por ser de las llamadas “recientes”, ninguno de los participantes la conocía ni la había escuchado jamás. Y era lógico, porque la frase en sí misma no aportaba gran cosa: ningún conocimiento, ningún consejo, ninguna advertencia. Quizá, todo lo más, una velada amenaza. Pudiera ser, desde luego, que hubiera sido pronunciada por mor de un acto valeroso o decisivo, o en un entorno muy crítico y concreto  -algo así como el “La suerte está echada” de Julio César al pasar el Rubicón, o el “No pasarán” republicano ante las tropas de Franco- , pero lo cierto es que nadie de entre los presentes supo ubicar la dichosa frase en ningún momento o lugar importante de la historia, ni mucho menos encontrar una causa o supuesto por el que tales palabras debieran pasar a la posteridad. El caso es que, tras una larga y tensa espera, la votación final hecha por SMS entre el público no dejó espacio para la duda y  “Yo por mi hija mato” ganó por goleada.

Pero de esto hace tanto tiempo que todo se ha convertido en leyenda, en patraña, en un cuento para críos. Se dice que aquellos sabios, los más sabios de la humanidad, tras verse derrotados, volvieron cabizbajos y en silencio, cada uno a su  tiempo y  lugar. Se dice tambien que desde entonces siguen intentando descifrar el mensaje, el significado espiritual y profundo de aquella frase que los venció a todos, y que no se atreven a dejarse ver, avergonzados por su ineptidud de perdedores. 

Debe ser por eso que, desde entonces, al igual que la cultura, ya no acuden a los concursos ni a las tertulias. Seguramente por miedo a parecer ignorantes.

 

lunes, 24 de octubre de 2016

RELATO: MALO MALISIMO

Es mi papel y no puedo cambiarlo. Sin quererlo me toca ser el villano del cuento, el terrible ogro que hostiga al héroe, el malo malísimo de horrible mueca y diabólica carcajada.


Es así como él me ve hoy, como el Barbanegra que azota su barco, como el malvado que pone límites a su mundo y grilletes a sus ansias. En su despreocupada y feliz existencia me toca ser el carcelero de sus ilusiones y el lastre de su alocado vuelo. Soy el que le hace ver películas en blanco y negro, para que no crea que todo en la vida es de colorines y confeti. Soy la rémora que no le deja vivir como si no hubiera un mañana, el aguafiestas, el pesado de los cojones.

Sí, soy el padre de un adolescente. Como dije, es mi papel y no puedo cambiarlo. Otros de la familia consiguieron personajes más agradecidos, más de cabecera de cartel -el de la hermana cómplice, el del tío bonachón, el de la madre comprensiva y cariñosa-. Éste, el que nadie quiere interpretar, me tocó a mí. Y es una mierda.

Ojalá que con el tiempo él me recuerde sin la negra barba de pirata y sepa borrar de su mente mi fingida y horrible mueca de malo malísimo (mueca que, por cierto, me asusta a mí mismo). Ojalá comprenda algún día que cada grito y cada límite evitaron que se despeñara mil veces y que solo si has tenido un grillete sabes valorar lo que significa ser libre. Ojalá entienda que en nuestros enfrentamientos cada NO tenía un motivo, y que cada tras  “LO HACES PORQUE SÍ” había una explicación, aun lejana para él.

Sería un buen premio que llegara a entender todo eso, pero sería un premio aún mayor poder verlo volar alto, con fuerza para sobrellevar los verdaderos lastres de la vida, y tener la seguridad de que no tolerará otros grilletes, ni para él ni para otros. Y saberlo sereno y sin miedo, siempre por encima de las amenazas de los imbéciles y de la prepotencia de los idiotas.

Espero que llegue el día en que lo oiga reír a carcajadas, fuerte, libre y a pleno pulmón, en las mismísimas caras de los malos malísimos de verdad, por muy horribles que sean sus muecas. Ese día y no otro, el día en que por fin él me mire y entienda que yo solo fui un malísimo de pega, sabré que he bordado mi papel.